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El Milagro Griego

EL MILAGRO GRIEGO por ERNESTO RENÁN  escritor y filólogo francés (1823-1892), un hermoso y exaltado texto de devoción por la belleza y la perfección de la cultura griega, encarnadas en la Acrópolis y la diosa Palas Atenea. Este texto fue publicado en 1883 y tuvo su origen en un viaje a Grecia realizado por Renan en 1865.

Texto narrativo de EL MILAGRO GRIEGO, traducción al español.

Fue en Atenas, en 1865, cuando por primera vez experimenté un vivo sentimiento de retomo al pasado, un efecto semejante al de una brisa fresca, penetrante, que llegara de muy lejos. La impresión que me hizo Atenas es, con mucho, la más fuerte que yo he sentido jamás. Hay un lugar donde existe la perfección, no hay dos: es ése. Jamásyo había imaginado algo parecido. Era el ideal cristalizado en mármol pentélico aquello que se me ofrecía. Hasta entonces había creído que la perfección no es de éste mundo; esa sola revelación parecíame acercarme a lo absoluto. 

Hacía tiempo que yo no creía en el milagro en el sentido propio del vocablo, no obstante aparecérseme como algo completamente aparte el destino único del pueblo judío que llevaba a Jesús y el cristianismo. Y ahora, junto ¡al milagro judio venía a ponerse para mí el milagm griego, algo que no ha existido más que una vez, que jamás había sido visto, que no volverá a verse, pero cuyo efecto durará eternamente, quiero decir, un tipo de belleza eterna, sin ninguna impronta local o nacional. 

Bien sabia yo, antes de mi viaje, que la Grecia había creado la ciencia, el arte, la filosofía, la civilización; pero me faltaba la escala: de comparación. Cuando vi la Acrópolis, tuve la revelación de lo divino, asi como la había tenido la primera. vez que sentí vivir el Evangelio, al contemplar el valle del Jordán desde las alturas de Casium. 

El mundo entero entonces me pareció bárbaro. El Oriente me chocó por su pompa, su ostentación, sus imposturas. Los romanos se me aparecieron unos soddados groseros: la majestad del romano más hermoso, de un Augusto, de un Trajano, me resultó afectada juntó a la soltura, a la nobleza sencilla de aquellos ciudadanos altivos y serenos. Celtas, germanos, eslavos, se me aparecieron como escitas concienzudos, pero civilizados trabajosamente. Nuestra Edad Media la vi sin elegancia ni gracia, manchada de arrogancia impropia y de pedantería. 

A Carlomagno, como un pesado palafrenero alemán; nuestros caballeros me parecieron gente torpe, de quien Temístocles y Alcibíades se habrían sonreído. Hubo un pueblo de aristócratas, un público enteramente formado de conocedores, una democracia que percibió tan finos matices artísticos como apenas los perciben nuestros refinados. Hubo un público capaz de comprender la belleza de los Propileoa y la superioridad de las esculturas del Partenón. Tal revelación de la grandeza verdadera y sencilla me llegó hasta el fondo del ser. Todo cuanto yo había conocido hasta entonces me pareció el esfuerzo desmañado de un arte jesuítico, un rococó compuesto de pompa necia, de charlatanismo y de caricatura.

Principalmente sobre la Acrópolis me acosaban esos sentimientos. Un excelente  arquitecto con quien yo había  viajado, solía decirme que, a su juicio, la verdad de los dioses mediase en proporción de la belleza sólida de los templos que les han sido levantados. Juzgada conforme a tal norma, Atenas estaría por encima de cualquier rivalidad. Lo que hay de sorprendente, en efecto, es que la belleza allí no es otra cosa que la honradez absoluta, la razón, el propio respeto a la divinidad. Las partes escondidas del edificio son tan cuidadas como las que están a la vista. Allí no se ve ninguno de esos engañosos artificios que, particularmente en nuestras iglesias son como una constante tentativa para inducir a la divinidad en error sobre el valor de aquello que se le ofrece. 

Tal seriedad, tal rectitud me hacían ruborizar por haber sacrificado más do una vez a un ideal menos puro. Las horas que yo pasaba sobre la colina sagrada eran horas de plegaria. Toda mi vida volvía a desfilar como una confesión general ante mis ojos. Pero lo más singular era que, a la vez que confesaba mis pecados, yo sentía que los amaba; mis resoluciones de volverme clásico me arrojaban como nunca al polo opuesto. De ahí nació la plegaria que hice sobre la Acrópolis cuando llegué a comprender su perfecta belleza.

Acrópolis de Atenas- Grecia.

Publicado por: Ade♡ 

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